La niña del lago

Aquella tarde de julio era sorprendentemente calurosa. El niño se acerco al lago lentamente. Estaba cubierto de barro y tenía la mirada perdida como quien está seguro de que en realidad está dormido sobre un mullido edredón en un lugar muy lejos de aquí. Nadie sabe quien le quitó la sonrisa y el color de su piel.
Tal solo era un niño más, como tantos otros, perdido en el mundo.
Un ojo azul y otro verde adornaban su cara llena de pecas.
Con cuidado y con tan solo el crepitar de las hojas por testigo se sentó en una roca, agarró la bolsa que le colgaba al hombro y sacó un camión de juguete. Con mucho cuidado lo introdujo en el lago a la vez que unas gotitas de agua le salpicaban la cara. Se había despertado, estaba seguro de que su amiga se había dado cuenta de su llegada. Al contrario de lo que los demás decían, la Niña del Lago existía, o si no…
¿Cómo la veía el todas las tardes?

Ella nunca le contó las razones por las que llegó allí y él nunca se las preguntó.

Con el ocaso, el niño terminó de lanzar todos los juguetes al lago.
Dejó el último y mejor para el final, sabía que le encantaría. Ella le esperaba impaciente en el fondo con una sonrisa entre los labios. La Niña del Lago nunca tuvo un amigo como él, en realidad, nunca tuvo un amigo.
El niño metió sus pequeñas manos por última vez en la bolsa y sacó una caja de música. Le dio cuerdas a la bailarina que danzaba en el interior y la sumergió en el lago esperando su respuesta. Entonces una pálida mano emergió del interior del lago y agarró la suya. Él jamás había sentido el tacto de su amiga. Estaba fría y temblaba. La Niña del Lago se reía desde el fondo y tiraba del niño invitándole a jugar en su extraño paraíso. Pero él no podía, su familia se marcharía al día siguiente a la ciudad en busca de un futuro mejor para vivir, un mundo sin praderas, sin juguetes de madera y sin ella.

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